29 sept 2011

Aguaitacaminos/Chotacabras (cap. 6)




CAPITULO VI.

Caracas, me decepcionó desde el primer momento en que la vi. No es una ciudad de justicia Allí se evidencia la más aplastante diferencia entre las personas; es imposible sentirse “especial” en una ciudad que tan poco te da. 

Quizás el injusto era yo, quizás extrañaba los grandes espacios de Guayana. Me impresionaba ver cómo, al entrar a los barrios, se veían justo -del otro lado de la autopista- grandes edificios de acero y cristal, aplastando la esperanza de quienes querían ser “especiales”. Sin duda, yo quería ser uno de esos “especiales”; esos contrastes existían de igual manera en Guayana, pero allá las cosas se veían diferente; quizás el hecho de ser una ciudad joven ayudaba a que quienes querían ser “especiales” tuvieran al menos la esperanza de serlo, quizás era eso lo que me deprimía de Caracas: siempre encontraría un gran edificio de acero y cristal que me decía a mí, y solo a mí, que jamás llegaría a ser “especial” en una ciudad donde los lugares de los “especiales” ya estaban ocupados. Había escuchado decir una vez: “es que en Guayana la gente pobre está disimulada en San Félix, desde Chiríca hacia adentro” seguido por un coro de risas. 
Guayana es una ciudad que no aplasta la esperanza de quien quiere ser “especial” y eso me hacía sentir bien, quizás la ausencia de edificios de acero y cristal hacia que los escondidos fueran otros, a lo mejor que tanto los “acomodados” como los pobres vistiesen casi iguales no marcaba diferencias entre los que querían ser “especiales” y quienes tenían la posibilidad de serlo, quizás era simplemente el calor. La única ventaja que tenía Caracas y aún conserva es su memoria colectiva. 
El viejo me explicó muchas veces lo de “memoria colectiva de las sociedades” , todos recuerdan con exactitud lo que hacían en un momento histórico, de esos que marcan como un surco los cerebros. Para él, una de esas veces fue el asesinato de J.F. Kennedy. Me contó que discutía con Urrutia diciéndole que el estado comunista exaltaba la cultura de las persona mientras que el capitalismo la aminoraba. En ese momento, Nelson Salinas entró diciendo que en la radio anunciaban el atentado a Kennedy. Fueron muchos los momentos que hicieron ese “surco” en el cerebro del viejo. El y yo tuvimos uno de esos “surcos” en común, aunque para ese entonces yo vivía en Caracas y él en Puerto Ordaz. A ese “surco de Caracas” la misma gente le puso nombre “el 27-F”, no obstante para mí no fue solo un día, fue el inicio de un conjunto de días que rompieron mi estabilidad.

Ya estaba en el baño cuando sonó el radio-despertador; siempre en la misma emisora, parecía que todas las noticias giraban en torno a una mayor, las nuevas políticas económicas de gobierno eran el tema que centraba las atenciones, dentro de esto el decreto de aumento de pasaje de transporte, que no satisfizo a los transportistas, entendía el problema, creo que fue mi despertar de conciencia ante un hecho social y me posicionaba en la parte afectada, aun cuando se aplicaran, no me afectaría mucho, ya que me encontraba en la cómoda posición de recibir el dinero que el viejo me enviaba mensualmente. 

Algo inminente estaba por suceder pero no sabía exactamente qué ya los transportistas habían hecho varias huelgas circulando a "puertas cerradas”, asunto que no me incomodaba mucho ya que a la Universidad Central llegaba en Metro. Tenía por costumbre encontrarme con Héctor y Víctor en la entrada de la Universidad, más o menos a las 6 a.m. Era fijo, como un contrato tácito, nos juntábamos para beber un café antes de entrar a clases a las 7 a.m. Tenía un año viviendo en Caracas mantenido por los recursos que me giraba el viejo, siempre puntual. Sabía el tamaño del sacrificio que hacían ellos dos por mi; siempre se escucharon emocionadísimos en las llamadas que les hacía los viernes en la noche, queriendo saber todo lo que vivía en Caracas.

Lo que me confirmó que ese día en especial algo sucedería fue que la estaciones del metro estaban cerradas, y yo tenía que llegar a la Universidad ya que necesitaba, a como diera lugar, entregar un trabajo a Héctor. Eran diez cuadras hasta la entrada principal, allí podría aclarar todas las dudas que tenía respecto al funcionamiento del Metro.

Alquilaba un cuarto en una pensión para universitarios en la Avenida Lecuna, frente al Nuevo Circo de Caracas, por lo que solo camine un poco mas desde la Avenida hasta la entrada de la universidad, allí el escenario parecía tan normal que olvidé comentarle a los muchachos sobre la disfuncionalidad del metro, supongo que algo similar ocurrió con ellos, nos topamos con el profesor Sotomayor, comentó que en Guarenas habían fuertes disturbios, las busetas circulaban nuevamente a puertas cerradas y las personas les comenzaron a lanzar piedras, preámbulo de lo que sucedió.

Las clases fueron suspendidas. Al salir de la Universidad nos dimos cuenta que existía un ambiente de caos generalizado en la ciudad, o por lo menos es lo que se veía alrededor de la U.C.V., tomamos tácitamente la determinación de donde iríamos; Héctor vivía con sus padres en El Valle, seguramente allí también habrían problemas, pero por lo menos allí tendríamos comida para los días venideros, había mucha confianza y no necesitábamos hablar ciertas cosas. A Víctor y a mí nos tenían mucho cariño en esa casa; al salir de la Universidad nos cuidamos de no hacerlo por Las Tres Gracias sino por la Minerva, Avenida Los Ilustres por los Chaguaramos. Caminábamos por la avenida sin conseguir ninguna buseta; finalmente llegamos a “la Bandera” , pasaron tres llenas con gente colgando de puertas y ventanas, y sólo después pudimos subirnos a una. El chófer se detuvo porque los que estábamos en la parada comenzamos a hacer una barricada, de lo contrario no habría parado. El hombre asustado nos dijo cuando abrió la puerta que nos subiéramos pero que no se la quitáramos, la gente subió sin decir nada. No se llenaron todos los puestos y nos indicó que no volvería a parar a pesar de las barricadas. Y se llevaría a quien sea por delante, maldijo ese día y le escuché decir que mataría a quien tratase de quitarle la buseta. El hombre era un manojo de nervios. Después de dos cuadras, sentí a mi lado un sonido seco en la lata de la buseta, idéntico al ruido que hacían las bombas de agua que en carnaval solían reventarse contra las carrocerías. La diferencia es que esta vez el ruido era ocasionado por piedras, las piedras en el latón sonaban exactamente igual, hasta que una de esas “falsas bombas de agua “entró por una ventana haciendo ruido de vidrios de seguridad rotos que cayeron sobre mí. No sé por qué motivo aguante la respiración, el chofer de la buseta soltaba maldiciones jurando que en la próxima barricada buscaría pasar y llevarse por delante a uno de esos “tira piedra”. La locura colectiva se manifestó cuando una señora le pidió al chofer que parara entre una barricada y otra para bajarse. Al frenar además de las personas que venían corriendo a lanzar piedras contra la buseta, también quienes bajaban comenzaban a arrojarlas sobre ella.

-¿Coño, gordo, pero qué le pasa a esta gente si venían aquí?

Preguntó Héctor entre sollozos. Me di cuenta que una de las piedras que había entrado por la ventana, le había rozado la cara, rompiéndole un cristal de los lentes, esta había hecho un pequeño rasguño que se extendía medio centímetro por la comisura del ojo. La sangre se veía realmente escandalosa, pero yo había aprendido desde niño, que la sangre en un rostro pálido parece el doble y aún más en la cara.

Después de la última parada donde se repitió una vez más la estúpida rutina de los mismos pasajeros agarrando piedras para lanzarlas contra la buseta que los había trasladado, pude ver que el corte de Héctor en su cara no era tan profundo, solo le extendía la comisura del ojo más hacia atrás; Víctor estaba una fila de asientos más adelante hecho un bulto entre rezos y sollozos, ya solo quedábamos nosotros tres y a toda velocidad sorteábamos grandes peñascos puestos en el suelo. Me incorporé haciendo un poco de equilibrio. Le dije al microbusero que solo quedamos tres pasajeros antes que me recriminara por el comportamiento de los que se bajaron anteriormente:

- Jefe, nosotros no somos como los demás.
- Amén m´hijo, me dijo con más exigencia que agradecimiento.
Solo doscientos metros más adelante vi una gran barricada y escuché al chofer decir:

- Coño esta es grande!

Estaba además prendida en fuego y las llamas de lejos se suponían más altas que el techo del la buseta. No queríamos que el bus parara. Me quedé junto al chofer, quien al sentirme a su lado, aceleró aún más. Le dije sin despegar la mirada de las llamas y con la voz quebrada.

- Yo me quedo contigo, jefe!

Continuó acelerando. Cuando faltaban unos diez metros para atravesar la barricada me agaché sobre él mirando hacia abajo y empujando la cara de él encima del volante. Afinqué mi mano para que el bus no perdiera estabilidad ni dirección, me lo había pensado con anterioridad como si hubiera ensayado lo que iba a hacer. No sé si fue la misma barricada o una roca que levantó la buseta. El golpe me tiró hacia atrás en salto. Fue exactamente como en las películas, para mi todo transcurrió en cámara lenta. Caí dando golpes previos con mis hombros en las asas de hierro de los asientos, justo sobre el torso de Héctor que soltó todo el aire de sus pulmones. Pude ver cómo el techo celeste del bus se ponía, poco a poco, del color de las llamas de la barricada, sentí calor en las mejillas, contuve la respiración. Héctor se quejaba intentando decirme algo, me quedé en la misma posición hasta que el chofer me dijo:

- ¡PASAMOS NEGRON!!!!! (Ya me había puesto nombre).

Pude poner algo de atención a lo que Héctor me decía: 

- ¡Bájate, gordo! (Mientras trataba de recuperar algo de aire.)

El bus pasó por la lluvia de piedras que estaba después de la barricada. Sabíamos que eso pasaría ya se había repetido la lluvia de piedras en las tres anteriores pero esta fue la más fuerte que todas. A pesar de eso nos tranquilizó pasar vivos esa gran barricada incendiada. La lluvia de piedras rompió las últimas ventanas que quedaban, el chofer encontró un portón de un estacionamiento abierto, como si lo conociera, metió la buseta y apagó el motor que sonaba como si se hubiera fundido Nosotros nos habíamos incorporado y sentado agarrados del respaldo de asiento de adelante. Parecíamos niños en edad preescolar a los que envían por primera vez a un sitio que no es su casa. El chofer se volteó, me miró a los ojos y me dijo:.

- ¡Gracias, Negrón! Ahora bájense que el paseo terminó.

Estábamos a menos de dos cuadras de la casa de Héctor. Caminamos atemorizados escuchando disparos, gritos y sirenas, cualquier ruido nos alteraba y nos hacia girar la cabeza con miedo, aunque estos fueran ruidos cotidianos. Llegando al edificio, me sorprendió sobremanera ver a César Ojeda (presidente del centro de estudiantes de la Universidad y vecino de Héctor) en la tarea de dirigir el saqueo de un abasto, mientras el dueño que era un portugués, estaba de pie con los ojos llenos de lágrimas mirando cómo sus vecinos le robaban el trabajo. César con algo de cinismo le dijo:

- Tu saca la cuenta, portu! 

Me dio vergüenza ver al portugués. Me sentí culpable y solidario con su desgracia, comenté mientras subíamos por el ascensor que nos llevaba a la casa de Héctor. Una cosa era saquear un gran supermercado y otra bien diferente era joderle la vida a un vecino. En ese momento pensé en el viejo y me entró una sensación extraña por los talones. Como si tuviera que salir corriendo a algún sitio pero me calmé pensado que sólo era una humilde tienda de música: la gente no come instrumentos, y me tragué mis palabras cuando repetí hacia mis adentros que una cosa era saquear abastos y otra bien diferente saquear instrumentos. Además pensé que en Guayana estas cosas no sucedían, me acordé que el viejo me decía una y otra vez que esas son las ventajas de vivir en provincia Junté esos pensamientos para calmar mi preocupación, no quería imaginármelos en una situación similar a la del portugués del abasto.

En casa de Héctor nos prepararon rápidamente campamento en la sala para Víctor y para mi, había sido una mañana difícil. Su familia y nosotros tres no nos despegamos del televisor hasta más allá de las once de la noche. Las noticias se repetían de un canal a otro y junto a lo que se escuchaba de los vecinos del edificio nos advirtió que sería pésima idea salir.

Al otro día, me levanté temprano a preparar algo de café y vi que en el mesón de la cocina estaba un montón de bolsas de mercado sin guardar, no quise preguntar si lo habían comprado. Graficar a los padres de Héctor saqueando en el abasto del portugués, era un pensamiento que bloquee inmediatamente. Me asomé a la ventana para despejar esas ideas de mi cabeza y fue cuando vi lo más bizarro que hubiera podido ver en esa situación: un hombre que caminaba arrastrando la pierna junto con un saco, se sentó en un banco de una placita. Era un recoge-latas, que tomaba de su saco, una pieza entera de jamón de rebanar. Con los dientes intentaba quitar el plástico que recubría el jamón que empezó a comer a mordiscos. Pensé que esos saqueos realmente eran la materialización de esas películas de zombis y que estaba viendo a uno de ellos comiéndose un trozo de su víctima. Me di cuenta que Víctor se asomaba a mi lado por la ventana y con risa, más nerviosa que de otra cosa, me preguntó qué comía ese. Al cabo de unos veinte minutos, dejó ese jamón en el asiento casi entero con los pocos bocados que pudo comer.

Sentí el ruido de gente levantándose en ese pequeño apartamento. Héctor fue el primero. Pasó directo a la cocina y comenzó a preparar algo de comer, le pregunté sobre las bolsas de supermercado que estaban en la cocina y me respondió encogiendo los hombros. En ese momento me volví a preocupar por los viejos, quería decirles que yo estaba bien, esta vez estaba pendiente de la preocupación que ellos tendrían por mí. Pero el teléfono en casa de Héctor estaba cortado, tendría que esperar por lo menos tres días para poder comunicarme con ellos y tranquilizarnos mutuamente. Imaginaba cómo la vieja Cristina, entre sollozos de alivio y preocupación, me regañaría por tenerlos en la incertidumbre de no dar noticias mías.
Mi viejo Lorenzo que es más tranquilo, se preocuparía primero por saber si estoy bien y al asegurarse de que yo no estuviera metido en “peloteras de esas”. Es así como me imaginaba el guión, pero tendría que esperar por lo menos tres días más. No nos atrevíamos ni siquiera a ir a los teléfonos monederos que estaban a una cuadra del edificio ya que los policías habían recibido órdenes de “disparar a matar”.

De ahí en adelante no quise ver más noticias ni ver al presidente justificar las medidas económicas adoptadas. Solo restó esperar . Hicimos la rutina de lectura-conversaciones con el papá de Héctor, comer y especular sobre los ruidos de disparos y gritos anónimos que venían de la calle.

Pasados esos tres días, pude finalmente regresar a la pensión. Ahí el señor Pino (dueño de la misma) me esperaba con algo de preocupación, las cosas habían estado muy violentas por esos lados, pero nadie se metió con la humilde pensión de un viejo, aunque la gente en la calle estuvo tan alterada que ni siquiera respetaban un carrito de perros calientes. 

Para las llamadas telefónicas Don Pino, tenía un sistema de mensajes, donde en formatos continuos, anotaba todo con perfecta caligrafía en esos pequeños papeles. Pero no los dejaba jamás por debajo de la puerta, le gustaba entregarlos personalmente.

- Esta tutti desesperato (me dijo)

Aunque jamás prestaba el teléfono de la pensión, esta vez él mismo me ofreció para usarlo.

Debía hacer dos llamadas una para la casa de Doña Aida (vecina de los viejos que tenia teléfono) esperar tres minutos para que pudiera avisar y llamar después nuevamente. A mi segunda llamada, contesta la vieja con ese acento sureño que se le marcaba aún más cuando estaba preocupada.

- Puchas, m´hijito ¿Dónde andaba usté metío?
- Hola, tía (la vieja me pidió una vez que le dijera así, si es que no podía decirle mamá), perdona por no llamar antes pero es que esta vaina aquí era un desastre.

- ¡M´hijito, pensamos que le había pasao algo!
- No, tía, estoy bien. Solo hoy pude salir de casa de Héctor.
- ¿Pero usté no anda en eso de los saqueos?!
- ¡Tía, a mi no se me ocurriría, a ver si me dan un plomazo!
- Pucha, m´hijito, su papá está muy angustaio por usté.
- ¿Qué le pasa al tío? (al viejo Lorenzo también lo llamaba así por petición)
- Es que está aquí a mi lao, pueh!, Y quiere saber de usté!
- ¡Pásamelo!
- ¡Mi negro!
- ¿Tío, cómo estás?- Bien negro, bien, ahora más tranquilo que hablo contigo.
- Supongo que allá no pasó nada, tío.
- Noo… sii…. casi na´ la verdad.
- ¿Pero como casi nada?!¿Pasó o no pasó?
- Sí pero too se puede arreglar.
- ¿Qué pasó? Sonido de silencio al otro lado del teléfono,,¿! Papá?! (Así le llamaba al viejo cada vez que me asustaba)
- Nada, m´hijito, lo importante es que usté y nosotros aquí estamos vivos y bien.
- ¿Pasó algo con la tienda?
- Sí, pero poca cosa.
- ¡Papá!!? ¿Qué pasó??¡¡¡
- Problemas con unos vecinos, que quisieron robar, pero casi ná.

Sentí por el teléfono la mirada silente de Cristina sobre Lorenzo, el escalofrío me llegó de nuevo a los talones con la misma urgencia de correr, esta vez hacia ; ya estaba casi a final de mes y no tenía dinero, solo lo pensé pero no le dije nada al viejo. Iba y regresaba el silencio a través de la línea telefónica.

- ¡Negro!
- Dime, papá, yo te escucho
- Mañana te deposito lo del mes Quédate tranquilo que la Cristi y yo aquí estamos bien.
- Si, yo estoy tranquilo. Los llamo mañana.

Supe que no me querían decir nada, tampoco iría a forzar a los viejos para que me dijeran qué es lo que sucedía, sabía que algo grave pasaba, pero no la magnitud de la gravedad. Las noticias decían que también habían ocurrido disturbios en Puerto Ordaz, pero no hubo ninguna imagen más que la misma foto que se ponía de Guayana (el dibujo de un Tepuy) cada vez que se hablaba algo del sitio, por lo que fue imposible saberlo, lo único que me tranquilizó en alguna forma fue el saber que ambos estaban bien.

Pasaron cuatro días más, no había entrado en contacto con Víctor ni Héctor, en realidad con nadie de la Universidad, así que no sabía si había clases o no. La verdad era poco lo que quería hacer ya que mis esfuerzos por estudiar no llenaban mis expectativas ni las de nadie. Decidí entonces faltar un semestre y aprovechando que tendría dinero que el viejo me había depositado, me fui a Puerto Ordaz, a ver qué sucedía en casa.

En los primeros viajes que hice hacia Caracas iba acompañado del viejo, él notó que no podía dormir, además los viajes son de noche y uno llegaba de madrugada, era mucho mejor que viajar de día. Entonces, él me enseñó a entretenerme con los recuerdos, como si fueran libros; así podría pasar horas como si viera una película una y otra vez, como un trance. Más de una vez lo vi así, susurrando detrás del mostrador de la tienda. Me fui ese día a sacar dinero y a comprar el pasaje al Nuevo Circo que me quedaba justo enfrente.










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