16 abr 2011

" AGUAITACAMINOS/CHOTACABRAS" (cap. 3)





CAPITULO III


No contaré mis primeros recuerdos de mi casa en San Félix  ya que no conocí a mi madre, me dijeron  que murió pariéndome, ella me hubiera dicho quien era mi papá pero no tuvo esa oportunidad;  lo más cercano a una madre que conocí fue a Inés, hoy creo recordar que era una medio hermana de mi mamá, supongo que la conoció  ya que me llevaron con ella; si ella hubiera querido me hubiera acostumbrado a decirle así  pero, por algún motivo, sólo le decía "Inés"; me había cuidado desde mi nacimiento, ella tenía diez años cuando siendo bebé me entregaron,  me atendía junto a tres  hermanos y dos hermanas menores de quienes también cuidaba hasta que llegaba su mamá de trabajar,  lo hizo hasta que  tuve 6 años.

Ese día la escuché hablando con su novio, lo único que pude entender de esa conversación fue a Inés diciendo:

-       Lo voy a llevá a qué las monjas gallegas… esas de Unare, me da vaina con el carajito, pero de veldá no puedo mantenelo mah.

Mi primer recuerdo realmente  memorable fue precisamente en la primera de esas   casas de cuido en las  que crecí, cuando llegamos con "mis cosas" metidas en una bolsa de nylon entretejida color rosado.

Desde la ventana de esa sala la vi por primera vez  jugar en  el “patio” con los demás niños. Destacaba su cabello rubio y encaracolado del resto de las cabecitas negras y pieles mucho más oscuras,  aunque todos estaban sucios,  la suciedad en ella destacaba más en la  piel de las piernas endurecidas por la costra de sudor y tierra, supongo que  Inés pensó que era el mejor lugar para que me quedara;   mi mirada buscaba la mirada de una persona que hablaba de “algo de seriedad “  con Inés y, por su cara, se notaba que no estaba entendiendo nada, le aconsejaban no dejarme ahí, ya que "ella era mi familia”.

Realmente prefería quedarme, todos parecían de la misma edad y ser parte de un todo  al cual quería integrarme,  la idea no me desagradaba con el tamaño que tenia a mis 6 años, el ancho de mis hombros me hacía parecer un niño del doble de mi edad. Sin embargo, no tenía la agilidad mental de ninguno de esos rapases, algunos incluso más pequeños que yo (de tamaño no de edad) con los labios gruesos y cachetes inflados. Mi actitud pasiva y de niño llorón daba la impresión de ser “el bobo grande”. 

Todos  seguían y obedecían a Zenga (así se llamaba); parecían una manada siguiendo a un ALFA. Jugaban en el gran descampado que quedaba detrás de la pequeña casa, era un solar sin árboles limitado naturalmente por un cinturón de grandes rocas, después de ellas unos  200 metros más de descampado,  al frente monte inaccesible, más allá del monte se veía que pasaba una avenida, no había órdenes de no ir más allá de esas rocas, tampoco había la intención de hacerlo; sólo eran usadas como  si fueran “columpios o toboganes”.

Zenga montaba esas grandes rocas, los demás la seguían saltando  con una agilidad que me hubiera gustado tener, aunque había algunos más altos y más fuertes se veía desde lejos que ella era  quien mandaba. Si bien sucedía con poca regularidad, de vez en cuando  algún insolente la desafiaba con la  esperanza de ser él quien tuviera el liderazgo del grupo, forzando alguna pequeña humillación o algo que le hiciera demostrar algún atisbo de debilidad.

Una de esas veces sucedió el mismo día de mi llegada, ella estaba de pie en la parte alta de una roca, uno de esos chicos por detrás la empujó haciéndola caer en la roca de más abajo, lo que causó que sonara con fuerza manos, codos y rodillas;  al tiempo todos soltaron una carcajada por la humillación a "la gringa”.  Quedó cuatro segundos en la misma posición en la que había caído, rápidamente cogió una piedra la cual podía esconder en su mano cerrada, más pequeña que una nuez pero lo suficientemente grande como para causar daño, una vez escondida en su puño cerrado se incorporó como un resorte hasta ponerse en la cima de la roca más próxima, a menos de un metro de su agresor;  la cabeza rubia de Zenga llegaba al pecho del que la había empujado, todos los demás callaron y se pusieron en pie para ver mejor lo que sucedía (si la pelea hubiera sido en el descampado hubieran hecho un círculo alrededor pero en las rocas era imposible).

Ella conocía bien el código  y  sabía que la estaban desafiando para ocupar su liderazgo, pero  antes de empezar la pelea ya la había ganado: el agresor tenía miedo, aunque no cedía ni un milímetro se ponía de perfil a ella, levantando el hombro (ahí estuvo el error). La piedra de la mano de Zenga salió como un proyectil con la fuerza de todo su cuerpo.  Un rápido movimiento de piernas, cadera y hombros perfectamente sincronizados hizo chocar la piedra en la cara del insolente. Si hubiera estado mas cerca no hubiese tenido el espacio para tirarla, si estuviese mas lejos el pequeño proyectil perdería fuerza y el insolente alcanzaría a esquivarla o no infringiría el daño del "primer golpe."Zenga no dejaba nada al azar, lo pensaba todo, todos los movimientos calculados con antelación desde el momento en que sintió el empujón por la espalda y antes de caer al suelo ya buscaba la piedra perfecta. 

La frente del retador, que se encontraba ya en suelo comenzó a hincharse justo donde llegó la piedra y un hilo de sangre salía por el chichón; Zenga  se abalanzo sobre él echándole tierra en la cara mientras le gritaba, esto además de humillarlo serviría para cegarlo en caso que se incorporara y la pelea fuese a puños, así podría ver bien y su contrincante no, pero este no se levantó.  Aunque le daba algo de lástima, sabía que debía terminar de "rematar"  a ese muchacho, así que cogió una piedra más grande con ambas manos,  tenía consciencia y jamás le pegaría tamaña piedra en la cabeza pero un poco de ira y descontrol sería una buena señal de advertencia para futuros retadores. El resto del grupo se interpuso entre ella y su retador:

-”Ya lo jodiste", ya lo jodiste",

Las peleas así eran comunes y  no eran detenidas por los "adultos responsables" que dejaban a  los niños poner su propio orden y  no les prestaban atención.

Inés ya había terminado su conversación y no me di cuenta en qué momento se fue;  no se despidió “de quien no vería nunca más” sólo me asomé a la puerta  y vi  que cruzaba  la reja de alambre entrelazado, quizás contenta de haberse librado del lastre que significaba tenerme. 

La  sala donde me encontraba  era una especie de  salón de clases, comedor y cocina al mismo tiempo. Yo estaba allí al fondo donde la señora que habló con Inés, "Miriam",  me había dicho que me sentara. A mis pies  tenía  la bolsa de plástico rosado. Afuera el impase ya se había calmado, el derrotado entró al salón susurrando algo,  parecía llanto, entró un poco cegado de un ojo  con tierra y  sumamente hinchado, un poco más alto que yo, delgado y de contextura ágil, se juraba entre sollozos que  mataría a la "gringa", mientras en el lava lozas  con agua  se quitaba la tierra de la cara y limpiaba el hilo de  sangre  que le escurría. En ese momento, se dio cuenta de mi presencia, se calló de golpe y me quedó mirando de arriba abajo, con su ojo bueno, levantando un poco más la cabeza para verme mejor; afuera,  sentada en la roca más alta estaba Zenga,  jugando con una vara en la mano la cual abanicaba haciéndola cortar el aire. Algunos la observaban y le hacían comentarios, otros tiraban piedras más allá de las rocas donde empezaba el monte. El derrotado salió rápidamente corriendo del salón  y  llegó al tiempo que el grupo comenzaba una burla  por su cara hinchada,  comentó  algo que detuvo el coro. Mientras hablaba, la cabeza de Zenga se inclinó y miró hacia la ventana de celosía por donde yo los observaba.

Mi llegada había salvado al “retador”  de la humillación después de la pelea aunque por veces le mirarían con cara burlesca.  

Una pick-up destartalada y con cabina blanca  había llegado. Era la comida que distribuía una empresa, el grupo se dio cuenta que "hacía hambre". Todos se lanzaron en carrera hacia el salón donde yo me encontraba. La expectativa  del almuerzo era más por mi presencia que por comer. Se formaron todos junto a la pared  por el lado de afuera, quedando al frente quien los lideraba. Me miraban a través de la ventana por donde yo los había visto como si de un escenario de teatro se tratase; entraron dos monjas salidas de una puerta pequeña,  listas para servir el almuerzo a los quince (conmigo 16), que estaban en esa casa de cuido, nunca hablaban pero seguramente tendrían acento español. Cuando les dieron autorización de entrar sin importarles que ahí dentro había personas de “autoridad” todos me rodearon en círculo paralizándome de pánico. Zenga se acercó clavando sus ojos en los míos, comentó algo que no pude entender como si se tratase de otro idioma y las caras morenas a su alrededor soltaron una carcajada llena de dienten blanquísimos, la mayoría demasiado grandes para el formato de esas caras.

Dando un manotazo en la puerta de latón entró Miriam. Todos se sentaron y se fueron parando uno a uno a coger un plato hondo de plástico  azul, rayado por el uso, con vetas marrones de los restos de comida que no puede limpiarse y con su olor  característico. A la larga, ese olor me  daría hambre y seria mi propio condicionamiento animal para comer. Era un pequeño edificio de apenas tres salas. Una era la sala de clases y almuerzo, otra donde dormía la que gritaba junto a las monjas y la sala de dormitorio común, techo de asbesto y  paredes de bloques que no tenían revestimiento de friso y estaban, por supuesto, sin pintar. Tocó mi turno de último, aun cargando la bolsa de plástico rosada para que no me robaran nada. La que mandaba me ordenó  dejar la bolsa a un lado. Cogí un vaso del mismo material que el plato y en las mismas condiciones, lo llené de agua del grifo, y un plato hondo en el que pusieron finalmente sopa.  Detrás de donde me encontraba se paró uno de los más pequeños  (al que le habían ordenado servirse después de mí) se  acercó sonriendo y mirando hacia quienes estaban sentados en su mesa, casi susurrando me pregunta:

- ¿Cómo  eh que te llamah tu, goldo?

- Santiago. Le dije con voz normal. Al momento Miriam me gritaría diciéndome que en la fila no se habla.

 El almuerzo terminaba en 15 minutos y luego  nos mandaban a  salir al patio. Terminamos  de comer y ordenadamente vamos dejando los platos de plástico en una gran  perola amarilla del mismo material que los vasos  y los platos a la cual  se le había puesto agua y detergente previamente.

Mientras todos corrieron hacia las rocas nuevamente, me quedé sentado a un lado de una losa de la cual sobresalían las cabillas de lo que serán las bases de un nuevo módulo, junto con terminales de electricidad y de agua. Agarrando pequeñas piedras de cemento mal fraguado y otras más,  terminé de pasar la tarde.  No hubo más peleas, solo juegos. Era agosto y por eso no había “clases”. Más tarde en el dormitorio se vería definitivamente qué lugar ocuparía en jerarquía;  llaman a todos  a las 6 pm, hora de bañarse, en "mis cosas" estaba una pastilla de jabón, una botella grande de champú.  Me hicieron entrar de primero en la habitación,  Inés revisó lo que tenía, se lo llevó y  dijo que me bañaría con el mismo jabón de los demás y con el mismo champú. Mantuve  silencio mirando al suelo.

A las 7 pm entran las monjitas. Con un marcadísimo acento español, hacían que Zenga,  quien se encontraba en la sala, lea la Biblia. Terminada la sesión de "catecismo" llegó la noche nuevamente y la misma camioneta con la cena,  una  vez terminada encendieron un pequeño televisor empotrado en la parte alta de la sala. Ese día vimos televisión hasta las 9 pm; en ese momento nos llamaron a todos para qué entráramos al dormitorio, entre empujones y pequeñas discusiones pasaron por la puerta que se hacía estrecha, ya que todos querían entrar al mismo tiempo. Me miraban y reían, dientes blancos, pieles morenas (más claras que la mía) cogí mi bolsa rosada y me metí de último.  Miriam me indicó una cama y junto a ella puse mi bolsa. Todas las camas eran idénticas, de armazón metálica de esas que se doblan como un sándwich con un colchón  de goma espuma recubierta por una sabana que estaba cosida al mismo. Una almohada de goma espuma nuevamente con un trozo de sabana cosida a ella que evita que el material se estire, finalmente una sabana de distinto estampado sobre ella le da aspecto de comodidad. Acostado en esa cama con los ojos abiertos mirando hacia la pared,  jugando con mis dedos mientras los demás conversaban en voz alta, se tiraban calzoncillos, se insultaban  y  se amenazaban.

Yotni, el mismo que  me habló en la fila me dijo susurrando.

-       ¡Chamo…. Esa cama es de gringa!

-       ¿Ah?

-       ¡Coño, sale de esa cama, que te va a joder! ¡huevón!

-       Pero la señora Miriam  me dijo que me pusiera aquí.

Otra voz detrás de Yotni,:

-            ¡Te va a poné a comé tierra!

-     ¿Y dónde me pongo?  ¡No hay más camas!

Yotni me respondió encogiendo los hombros.

Antes de que empezara  a levantarme de la cama entró al cuarto Zenga acompañada de una de las monjitas (se ponía su ropa de dormir en otro cuarto: short y una franela) No me atreví a moverme, clavó sus ojos azules en los míos, yo estaba aún sentado en la cama, algún suspiro se sintió entre los demás, todos con expectativa morbosa de los “golpes que se llevará el nuevo”. 

Detrás entró Miriam:

-      ¡Es que aquí nadie se pone a dormir!

Y luego dirigiéndose a mí.

-       ¿Tú?, ¿Es que hay que pedirte por favor que te acuestes?

Imposible dar razones a quien no podría entender que esa niña tenía dos camas y yo estaba usurpando una de ellas. Me acosté nuevamente sintiendo como si estuviera acostado sobre brasas. Ya eran casi las 10 de la noche, entró por última  vez Miriam, no dijo nada. Da un golpe al interruptor que apaga el único bombillo de vidrio transparente que iluminaba todo el cuarto, al grito de SILENCIO, cerro la puerta de metal, se escuchó como le ponía un candado por fuera como si fuéramos prisioneros; silencio absoluto en ese cuarto oscuro mientras todos escuchábamos los pasos de Miriam alejarse y pensé que quizás se podría aclarar la situación de mi cama al  otro día. Tenía la esperanza  que al apagarse la luz  los pensamientos y las personalidades se apagarían junto con ella.

Después de un rato, se escucha:

-      ¿Verga gringa, te vah a dejáh quitáh la cama así?

Se escucha la  voz amiga de Yotni

-       ¿Pero dónde va a dormí?  ¿En el piso? ¿Con los alacranes?

Risas y otra voz:

-       No.   Con las culebras.     - Más risas-

Se escucha la voz de ella más dulce que las demás.

-      ¿Es que tengo que pedirte por favor que salgas de mi cama? (imitando la manera de hablar de Miriam).

Permanezco en silencio como si no escuchara.

-    ¡Te estoy hablando a ti, no te hagas el huevón!, di algo pué!No me atrevo a decir nada, se escucha de nuevo la voz de Yotni.

-     ¡Verga, se paró la gringa! Prende la luz huevón pa vé cómo lo jode!.

Risas y gritos de:

-         "!jódelo,  jódelo!".

Y otros gritos más que no se podían entender.

Yo estaba de pie con los brazos encogidos en mí, con los ojos llenos de lágrimas antes de recibir ningún golpe. En eso alguien prendió la luz y la oscuridad se transformó en imágenes; los ojos azules de Zenga ardían de odio y rabia. Me miró fijamente mientras una de sus manos  apretaba mi cuello,  la otra daba golpes en mi estómago, sacándome el aire por completo; las sombras de las caras de monos capuchinos daban vueltas junto con el bombillo. Levanté  la cara, no sé por qué lo hice, la mire,  y mis ojos se encontraron con los del mono blanco que mandaba sobre los demás, algo le sucedió, algo desconectó la rabia y el odio por el intruso. Dejó de sonreír y con cara extrañada miraba mis ojos llenos de lágrimas;  movimientos rápidos de sus pupilas negras iban de un ojo a otro. En ese momento me soltó, se dio vuelta y regresó a su cama. Todos los demás extrañados me seguían viendo con odio, lástima y burla. Todos se quedaron  de pie, como queriendo que Zenga terminara lo que había comenzado, solo se acostaron  cuando ella lo hizo. Silencio, la luz quedaría prendida toda la noche. De pronto se escuchó la voz de otro de niño.

-       ¿Lo vah a dejar así, gringa?

-       ¡Cállate, huevón! ¿No ves que es un carajito, que está tó cagao?

Parecía  que nadie había entendido lo que Zenga si, como  muchas otras cosas que no entenderían de ella, por lo que no prestaron atención al asunto.

Al   día siguiente el ruido del candado que abrió desde afuera me despertó, ya habían unas cuantas cabezas erguidas, no se le da buenos días a nadie;    empezaron los gritos desde temprano. Miriam  entró ordenando levantarse para desayunar, se repite casi la misma acción que en el día anterior, solo cambia el menú: leche,  los días que había leche, arepa queso y  mortadela; empujones en la fila me hacen perder el equilibrio. El último que me empujó detrás de  mi se llevó un golpe en la barriga por parte de Zenga. Me di cuenta que me protegería y que sería  una difícil tarea para ella, quien no podía demostrar debilidad ni compasión en ningún momento.

Rápidamente percibí  los beneficios de  ser el protegido por "la gringa",  ya que además de eximirme de muchas peleas tendría un lugar a su lado a la hora de las comidas. Además, se convirtió en mi amiga, por eso mismo es que yo no hacía distinción llamándola “la gringa” (le decía simplemente así: Zenga) apodo del cual no se libraría ni con las  monjitas. A su lado no tendría nada que temer por eso no me separaba de ella,  la compasión que sentía por mí  era proporcional a los golpes que recibiría quien se burlara de esa extraña asociación donde ella no obtendría ningún beneficio.

Fue al termino de un año cuando  me di cuenta que el liderazgo de Zenga ya no era tan efectivo y cada vez los desafíos eran más frecuentes. Pensé que quizás sería por mi causa pero la verdad es que estaba creciendo, y el resto también. Se convertiría en una adolescente  menos aventajada en fuerza física, lo contrario pasaría con los   niños y llegaría un momento en que perdería definitivamente la autoridad.  Su debilidad vendría también dentro de ella, ya muchos se habían dado cuenta, se quedaba mirando demasiado a Miguel, uno de los chicos mayores; en un principio los  que la sorprendían en esa distracción serían objetivo de sus golpes con alguna mala excusa y no sabrían el  por qué.

Se volvió casi una costumbre ver desaparecer a Zenga detrás del cuarto de las monjitas junto a Miguel  y después de dos minutos verles salir con cara de complicidad. Esa situación podría haberme dejado en una posición de desventaja, pero yo también estaba creciendo y escalaba posiciones dentro de la manada.

Fue al regreso de un  paseo en bus  a un Museo de Ciudad Bolívar que me di cuenta que  algo había sucedido y yo no me había enterado. Era costumbre que Zenga se sentara siempre conmigo, ella  del lado de la ventana  tanto de ida como de regreso, siempre donde está la rueda trasera  para "poder saltar más alto al paso de los policías acostados”,  sin sentarse en el asiento sino en el respaldo para que le brisa le refrescara.  Pero ese día fue diferente. Cuando llegó yo ya estaba sentado en mi lugar del pasillo "guardándole" el puesto, se paró al lado, y me ordenó:

-         ¡Arrímate!

Traía dos paqueticos de chicles  en las manos. No sé cómo hacía para tener dinero ni sé cómo los compró ya que durante la vuelta al museo  nos separaban en dos grupos. Lo que sucedía con un grupo quedaba fuera de la  vista del otro.

Y ese día,  en vez de sentarse en el respaldo con las piernas apoyadas en el  de adelante, se sentó, con la cabeza baja, las mejillas enrojecidas por la rabia y los labios aún más  rojos  y apretados. Su cara estaba encendida,  los rizos dorados la tapaban de las miradas indiscretas. Los brazos a cada lado del asiento como si se ella estuviera  sosteniéndose. Yo la conocía bien, mejor incluso que Miguel, sabía que habría problemas.

Temía que su ira fuera en mi dirección, por lo que  me mantuve presente y ausente a su lado pero sin mirarla y sin hacerle ninguna pregunta. Ya me imaginaba que se trataba de un nuevo desafío, pero nunca la había visto tan enojada como esa vez (quizás asustada), no me fue difícil darme cuenta que  Miguel era el blanco de su rabia, algo que yo nunca supe que  él habría comentado;  todos evitaban hablar de ella en mi presencia ya que sabían que le contaría,  la rabia de ese día era generalizada por todos. Ya que casi no conseguía  dominarlos. Los  cambios físicos en ella ya se estaban evidenciando y empezaba a perder el control de esa manada, esa intimidad con Miguel había debilitado de una manera muy traicionera su liderazgo, las burlas  estaban en el asiento justo detrás y venían precisamente de Miguel, no cesaban. Esperó a que el autobús cogiera carretera, que no hubiera frenazos por semáforos  o curvas que la hicieran perder el equilibrio. Mucho antes había empezado a meterse chicles en la boca hasta formar una bola en su mejilla, cuando tuvo la cantidad que quería me entregó los chicles que le sobraron. Me di  cuenta de las lágrimas en su rostro, me avergonzó seguir mirándola y empecé a meter en mi boca  los chicles que ella me había dado.

Miguel se inclinó hacia adelante desde su asiento y le dijo algo al oído riéndose. Ella aprovechó esa posición para cogerlo por el cuello con su brazo y con la otra mano sujetarlo por el cabello de la sien, se  bajó  más para que Miguel pasara en voltereta por encima de ella golpeando la espalda contra el piso del pasillo haciendo estrepitoso ruido de latas. No le dio oportunidad de ponerse de pie solo tuvo que simular que se le iba a tirar encima para que se protegiera la cara,  la diferencia de tamaños era demasiado evidente, mi protectora era muchísimo más pequeña; siguió un rodillazo  directo  al pómulo que si hubiera ido con un poco más de fuerza, lo habría aturdido. Le saltó encima, en medio de los gritos del grupo, inmovilizó la cabeza de Miguel con las rodillas en el estrecho pasillo, bajó rápidamente la cabeza cubriéndole la cara con los rizos rubios, parecía que le estuviera diciendo un secreto,  se hizo silencio cuando se escuchó el grito ahogado de Miguel pidiendo que se la quitaran de encima.  Solo a la tercera petición ella se apartó dejándolo libre para  pararse.

La mano de Miguel  tapándose la oreja y escurriendo sangre entre los dedos,  mirando asustado su mano que volvía a ponerse en su oreja;  Zenga como si fuera un espanto se levantó de a poco dejando  que sus rizos  descubrieran su cara blanca por completo, sonreía sosteniendo un gran pedazo de chicle entre sus dientes llenos de sangre que escurría por su boca que se veía aún más escandalosa en su piel blanca. Le sonrió a Miguel convenciéndolo  que se trataba de un gran trozo de su  mordida oreja, de igual manera lo hizo con el resto de los presentes y también conmigo que ayudé afirmando que le había arrancado un trozo de oreja. La imagen dantesca hizo que la manada entera entrara en pánico,  no dudó  dos veces para abalanzarse sobre la ventana que tenía más cercana  y escupir el chicle ensangrentado. Miguel no dejaba de agarrarse aterrorizado mirando hacia afuera, gimiendo por su "oreja perdida",  era  jocoso ver a algunos  abrazarse entre ellos mismos más aterrorizados que Miguel  como si hubieran visto al mismo mandinga  delante de ellos. Miriam llegó a la escena gritando, cogiendo a Zenga por el brazo, la sentó delante, hizo que parara el bus para  revisar si Miguel tenía su oreja entera ya que lloraba y gritaba con desesperación diciendo que le habían arrancado su oreja, después de un largo rato de llanto y gritos Miriam lo convenció que no había que bajarse del bus, que su oreja estaba en su lugar,  solo que tenía un mordisco que “casi” le arrancó un pedazo”, con uno o dos puntos estaría curada. La gran  mayoría de esos insolentes quedaron eternamente convencidos de que Zenga de un mordisco arrancó una oreja y la escupió por la ventana del bus. Y nadie quitaría esa idea de sus cabezas. Por un buen tiempo todos se acordarían más de la oreja y  de la sangre y se burlarían de los gritos de Miguel que de aquel incidente del cual yo no me enteré; Zenga aseguraría así por un tiempo más el liderazgo.

Aunque sabía bien que no duraría para siempre su credibilidad era cuestionada incluso por ella misma, debía suceder algo más. Todos estábamos creciendo y  a medida que  entraban niños yo subía un escalón en la jerarquía y otros que nunca pudieron ser  líderes fueron transferidos, mi voz se escuchaba cada vez más, había  peleado  con varios sin la ayuda de mi protectora.  Al cabo de unos  6 meses ya casi nadie recordaba el incidente del bus, algunos de los que comentaban el incidente ni siquiera habían ingresado al centro,  de esos "nuevos"  algunos eran mayores  que yo pero en forma tacita me sabían superior en  jerarquía.

Su liderazgo finalmente acabó aquel día cuando un flamante Malibú rojo se paró frente a la reja de entrada, se bajó  un señor delgado muy alto de bigotes, de cabellos rubios y encaracolados. Llevaba una mochila  rosada en la mano, lo vimos llegar y todos levantamos la cabeza. Zenga lo vio entrar y salió corriendo a buscarlo gritando:  

¡Papá, papá!

Me entró una sensación extraña en el estómago, como si hubiera sido mi papá quien entrara por esa reja. Zenga se abalanzó  encima de él y se guindó a su cuello llorando, sabía que todos comentaban a mis espaldas pero no podía dejar de ver con la boca abierta lo que estaba sucediendo, desde las rocas vimos cómo Miriam saludo a ese extraño, cogió la mochila se la pasó a una de las monjitas que se llevó a Zenga de la mano mientras le conversaba.

-       Verga, Santiago, "la gringa " tiene papá.

Solo dije: 

- "!!!!No joda se van a llevar a la Zenga!!!!"

Ninguno fue a ver qué pasaba,   pensé que a Zenga   la bañaban, la peinaban y la vestían con ropa nueva. Comprobé que era así cuando me asomé por la ventana del salón,  la vi abrazar  con fuerza a Miriam, jamás supe que fueran tan allegadas, de igual manera a las monjitas, se veía realmente linda sin tanta tierra pegada en la cara, se veía suave y dulce, jamás pensé verla así.

Su papá le puso una cachucha roja en la cabeza virada al contrario, esperé  junto a la puerta a que salieran para despedirme, estoy seguro que lo hubiera hecho si Miriam no le hubiera hablado en el momento justo que salía, ya que eso la hizo voltear al lado contrario de donde yo me encontraba.

La vi caminar muy rápido de la mano de su papá hasta ese flamante Malibú que era tan rojo como su gorra. Emocionada se subió  al asiento del copiloto; el Malibú arrancó y volteando en la primera esquina desapareció.

La manada miraba de pie por  encima de las rocas. Para muchos sería un alivio que "la gringa" se fuera para siempre, no pude evitar sentirme un poco desolado. Sabía que yo no tenía quien me buscara al  igual que muchos de esos niños.

Después de tres años vendría mi primera transferencia, para esa altura ya había sido por algún tiempo el líder indiscutible de la manada aunque con la gran ventaja que no tendría que enfrentar tantos desafíos como Zenga.  Mi tamaño intimidante me daría esa  ventaja;  vendrían otros centros, otros grupos donde escalar posiciones. En los últimos centros no tendría la necesidad de hacer nada para ganar automáticamente el liderazgo. Sabía de alguna manera que mi tiempo en esos centros se acabaría antes de mis 13 años.


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